Por Javier TERRIENTE
No hay duda de que el declive de la democracia y la erosión progresiva del sistema de derechos son cuestiones fundamentales para una política de izquierdas hacia el siglo XXI. La crisis ha acelerado ese proceso en muy poco tiempo, hasta el punto que hoy trabajar en política ha dejado de ser un oficio prestigioso. No son pocos los que ahora opinan que la política es, intrínsecamente, una actividad enfermiza, contaminada por la mentira, la corrupción y el poder sin escrúpulos. Lo grave es que muchos de quienes la perciben de esa manera no lo hacían así hasta muy recientemente, y aunque a veces lo hagan de manera sesgada y exagerada, es porque encuentran a su alrededor razones de peso para distanciarse de ella. En todo caso, es ya preocupante la expansión creciente de una ideología difusa, mezcla de anticapitalismo retórico y patrioterismo rampante, que sitúa en la orilla de enfrente al sistema democrático y a sus representantes, con independencia de sus responsabilidades y filiación política. Con la agudización de la crisis, el negativismo político ha pasado a ser una referencia al alza que ha acabado por convertirse en un nuevo sentido común de sectores empobrecidos de la población, particularmente furiosos con la “política” y los “políticos”, sobre los que se proyectan con especial virulencia las estrategias de comunicación de los medios conservadores. Una de causas más destacadas de esta desafección social es la similitud de planteamientos entre la derecha y la izquierda tradicional (léase, socialdemocracia) en cuestiones decisivas (privatizaciones, desregulaciones, mercado de trabajo, políticas económicas y monetarias, defensa, política exterior y europea), que ha devenido en los últimos años en una unidad de pensamiento, sobre todo en lo económico, difuminando sus diferencias en el tratamiento de la crisis. De ese modo, se tiende a afianzar la idea de que la izquierda política no ofrece alternativas válidas y que los ámbitos de decisiones políticas ya no residen en las asambleas electivas (ayuntamientos y parlamentos) sino en las estructuras piramidales en las que se refugia la aristocracia gubernamental y funcionarial europea. Ello conduce inevitablemente a que mucha gente piense que la política es privativa de quienes la ejercen sin escrúpulos y que la democracia es un derecho inútil pulverizado por una casta de privilegiados.
Cuarenta años de Dictadura dejan secuelas irreversibles en la visión y en el lenguaje de la política. A ello se le une el imperio del “todo vale” de los años dorados del crecimiento inmobiliario ilimitado, síntoma inequívoco del predominio del relativismo moral en la vida pública y del olvido programado de nuestro pasado reciente. Varias promociones de jóvenes cambiaron la escuela por trabajos precarios sin cualificación alguna (pero con ganancias rápidas), lo que, acompañado por cifras escandalosas de fracaso escolar y bajo nivel educativo, facilitó su vulnerabilidad a las manifestaciones más extremas y groseras de la cultura de masas. A la vez, un aumento considerable de sus rentas les produjo el espejismo de formar parte de una categoría social superior desligada de la clase obrera. Este fenómeno no fue privativo de los jóvenes trabajadores. Antes bien, el impacto difuso de las rentas derivadas del ladrillo sobre la conciencia de los trabajadores también fue demoledor. La consecuencia ha sido que un amplio sector de la juventud y de la clase obrera se consideró ajeno al movimiento histórico de clase, convirtiéndose en masa de maniobra potencial del populismo y de la demagogia. Véase las abrumadoras mayorías conservadoras desde mediados de los 90.
Sin duda, estas dinámicas han contribuido a justificar la descalificación de la memoria histórica como fuente de conocimiento y reparación de las víctimas, pero, también, en tanto instrumento de previsión de futuro. La estrategia parece clara: laminar las fuentes de legitimidad de las fuerzas de progreso, como paso previo a su inevitable condena y a la rehabilitación de los valores sacralizados de la Dictadura. Es la hora de la despolitización como nueva conducta social de referencia y de la resignación como actitud moral deseable.
De ahí que ha llegado un punto en el que la distancia entre el apoliticismo y el antipoliticismo militante tienda a borrarse y confluyan en las filas ultramontanas del nacionalismo patrio, tan entregado como siempre al verbo florido y al ripio desmayado de la poesía cuartelera. Para los que no recuerden, no quieran recordar o no tengan edad para ello, hubo un día no demasiado lejano en que la maquinaria propagandística del Régimen franquista se inspiraba en la condena y exterminio de los partidos y de las instituciones democráticas como la mejor manera de avalar la insurrección golpista encabezada por Franco contra la República.
El éxito de este discurso está a la vista. Cada día es más evidente que la derecha pretende emancipar al Estado de su sustancia garantista y de derechos, incluido de las (supuestas) servidumbres de “los nacionalismos periféricos”, y que su proyecto de retorno al centralismo encuentra acomodo en los dogmas y tradiciones de la España nacional-católica. En contrapartida, ello estimula las reclamaciones de independencia nacional y de creación de nuevos estados en Catalunya y Euskadi. Existe por tanto una innegable conexión entre la creciente fascistización del discurso político y la defensa dogmática de la centralidad orgánica del Estado, al amparo del artículo 2 de la CE , con la oleada de recortes públicos y la supresión de derechos en toda su extensión.
Continuará próximamente.
Publicado originariamente en el blog hermano En campo abierto http://encampoabierto.wordpress.com/