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El Imperio Romano desapareció asolado por los bárbaros que aniquilaron pueblos y culturas, dejando sólo algunos girones de lo que había sido un impresionante sistema civilizatorio. Cuando nos hemos convencido que de nuevo habitábamos en una Europa de valores democráticos, arte y cultura, ya se escuchan lamentos de plañideras anunciando una nueva invasión que, desde otros continentes -y vía tratados comerciales, transacciones financieras o en patera- van a acabar con ese nuevo intento. Pero no les den más vueltas. Los bárbaros ya no vendrán, porque están aquí: ocupando sillones, escaños, diputaciones y ayuntamientos. Y ya es oportuno deplorar solamente que la cultura europea ha desaparecido, prácticamente, de la vida pública, substituida por una mediocridad iletrada que ningún pueblo se merece. Así se entiende incluso que algunos políticos se resistan a contestar a las preguntas de los periodistas porque saben que ponen de manifiesto, de manera casi obscena, su falta de entidad y escasa cualificación… Lo más grave, sin embargo, es que como en un espejo perverso, reflejan también las pocas exigencias de la ciudadanía que los tolera.

Contaba Rafael Argullol que un ministro de Berlusconi riñó a los periodistas que le hablaban de cultura con el argumento de que la Divina Comedia no servía para comer. Con la anécdota denunciaba hasta qué punto la ciudadanía italiana se había degradado bajo el mandato de un Primer Ministro corrupto… O quizás, pienso yo, había sido al revés. Es difícil imaginar que si a una sociedad se le supone que pueda lapidar metafóricamente a un político que equipara la Divina Comedia con bocadillos, también pueda votar a un mal crooner de cruceros para Primer Ministro. Un efecto terrible más de la degradación de la cultura (también política) que como antiguamente los fantasmas, recorre Europa. Argullol nos aconseja comparar los discursos de Sarkozy o los de Cameron con los de De Gaulle, Willy Brandt o cualquiera de los protagonistas del inicial impulso europeo, aunque reconoce que en España Aznar, Zapatero o Rajoy tienen mucha suerte. Disfrutan la ventaja de “competir” con Franco, un individuo que tenía por principio, según sus biógrafos, no leer jamás un libro.

Cuando se oyen las fatuas declaraciones de Ana Botella, o los disparates de Ana Mato, o las bravuconadas de Wert, o las fantasías de Esperanza Aguirre, o los sinsentido de Montoro, o los comentarios metereológicos de Rajoy, o los monólogos surrealistas de la Cospedal, o las malas representaciones (tan formales y ensayadas) de la vicepresidenta, sólo cabe esperar que las enormes carencias en la vida pública puedan salvarse si la cultura —el alma— europea sigue viva en la sociedad civil, y con ella un sentido crítico que permita la gran vomitona de tanta palabrería tóxica. En algún último reducto de nuestro organismo (también social) debería seguir existiendo el único espacio de resistencia mental que puede justificarnos como proyecto ciudadano. “Sin la cultura europea (escribe Argullol) lo que llamamos Europa es un territorio hueco, falso o directamente muerto, un escenario que, alternativamente, aparece a nuestros ojos como un balneario o como un casino, cuando no, sin disimulos, como un cementerio.” Una inmensa Eurovegas donde la última esperanza quieren que resida en poder escaparse a fumar frente a la máquina que se traga las últimas monedas de nuestra subsistencia.

Cada día que un nuevo desatino se vierte de la boca de un político parece más difícil que sobreviva (en modo casi heroico) esa cultura fundacional de Europa que se contrapone a su “otra” alma de carbón y acero; las diferencias criminales que se agrandan sin cesar desde esta estafa cósmica de banqueros, trileros de la política, especuladores y usureros obligan a pensar a la inmensa mayoría de la población casi en exclusiva en su supervivencia, y queda poco aliento para cantar a Beethoven, o a Schiller, ni recordar que eso que llamamos cultura es, por encima de todo, un ejercicio de libertad “y de orientación en el laberinto de la existencia”.

La mediocridad que nos rodea por doquier, con sus mentiras prepotentes y su orgullosa falsedad, no sólo corrompe nuestras vidas, sino que envilece nuestra capacidad de razonamiento. Y pensar (y repensar) es imprescindible para no ir menguando hasta desaparecer en una sociedad de siervos idénticos, sin perfil propio, hundidos en la basura que brota sin cesar de nuestras castas dirigentes. Parafraseando a Rafael Argullol, la libertad para empezar a ser nosotras mismas librándonos para siempre de ellos no es absolutamente necesaria pero, como demuestra el ejemplo de Antígona, resulta ya imprescindible.



Font: upec
15/11/2013
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