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imageEn Catalunya, aproximadamente el 30% de los presupuestos de la Generalitat se destinaba a la sanidad. Hasta los presupuestos de 2012, no existe otra partida mayor. Pero la administración final de este presupuesto público —que se origina en los impuestos recaudados a la ciudadanía— depende en gran medida de un complejo sistema llamado mixto, que nos pretende vender la colaboración del sector público de sanidad con el privado a través de los “conciertos”. Sin embargo, lo importante es quién lleva la iniciativa en este proceso y, especialmente, darnos cuenta de que este sistema que nos dicen que es el “tradicional” de Catalunya es muy poco neutral y equitativo. El subsidiario de la sanidad pública no es el sector privado, sino todo lo contrario.

La adjudicación a dedo y de modo oscuro de contratos a fundaciones, agencias y otras formas que se rigen por el derecho privado y de difícil seguimiento es una auténtica embestida de la sanidad privada contra la sanidad pública —hasta ahora puntera en todo el mundo—, no sólo en calidad, investigación y atención a las personas enfermas, sino también como culminación de un derecho universal a la sanidad que nos situaba en el primer nivel de la civilización y del cumplimiento de los derechos humanos.

Hoy, cuando se pretende reducir el debate la sanidad pública vs la sanidad privada es necesario decir alto y claro que de lo que estamos hablando no es sólo de quién gestiona el dinero público, sino de los intereses que se sirven con esta gestión. Dicho de otro modo, cuando hablamos de sanidad privada tendríamos que hablar de aquel sector que, con sus propios medios, y buscando su máximo beneficio, se dedica a la atención de las personas enfermas, que acuden a ella de forma voluntaria, a través de un precio. Y cuando hablamos de sanidad pública, tendríamos que entender aquel sector sanitario de accesibilidad universal que desde su función sirve al bien común, responde a unos valores democráticos, que busca el máximo beneficio social, y que, por lo tanto, más valdría no enturbiar ni confundir, sino preservar y defender… —todo lo contrario de lo que está sucediendo. Porque, de hecho, de lo que estamos hablando es de que, con consejerías de salud como la de Boi Ruiz, se le fomenta a la sanidad —y de manera descarada— la gestión privada de dinero público.

Nadie nos ha preguntado a los ciudadanos y a las ciudadanas si estamos de acuerdo con ceder el control del 30% del presupuesto —de alguna manera equiparable al 30% de la soberanía— a empresas que tienen como objetivo único y prioritario ganar dinero. Si no estamos dispuestos a permitir que un dictador decida autocráticamente qué se hace con el dinero de todos, ¿por qué deberíamos permitir que empresas sin ningún control ciudadano gestionen el 30% de los recursos de todos los ciudadanos?

imageHoy, cuando en Catalunya hace ya demasiados años que estamos con el tira y afloja sobre el futuro de nuestra sanidad —y nos hemos movilizado contra los cierres de los servicios continuados de urgencias, los REpagos indignos, la tasa de la vergüenza de un euro por medicamento—, es necesario reenfocar el debate y decir claramente que la dicotomía no es sanidad privada vs sanidad pública. Sin olvidar que los determinantes sociales de la salud son fundamentales —como lo son también las causas que los originan—, el debate es el de sanidad pública vs dictadura sanitaria, entendiendo este último concepto como la incapacidad del pueblo de ejercer su soberanía en la gestión de su sanidad. Una incapacidad especialmente manifiesta cuando los servicios —y los presupuestos— sanitarios son gestionados de forma privada.

Desde este marco de debate, y asumiendo los discursos de las fuerzas antagónicas en juego, podemos sintetizar los posicionamientos alrededor de la gestión sanitaria del presupuesto sanitario público del siguiente modo:
Público: (universal, de accesibilidad garantizada, no excluyente)
1 / Participación ciudadana.
2 / Orientación al servicio.
3 / Control democrático.

Privado: (excluyente por precio)
1 / Gestión profesionalizada.
2 / Orientación al beneficio.
3 / Consejos de administración.

Participación ciudadana vs gestión profesionalizada

Gestionar un sistema sanitario es una tarea compleja. Es un sistema que mueve un enorme volumen de dinero; que, a la vez, está integrado por multitud de subsistemas; que requiere un despliegue logístico extraordinario, y que debe afrontar una cantidad de demandas casi infinitas y multiformes. Y lo que es más importante: el sistema no puede fallar. Gestionar un sistema sanitario requiere pericia y conocimientos técnicos. Por lo tanto, no resulta extraño que en los últimos años hayan proliferado en nuestro país todo tipo de cursos, seminarios y másteres sobre gestión sanitaria. Teniendo en cuenta la complejidad del sistema, tendría que ser una muy buena noticia que esta gestión esté en manos de profesionales bien formados. Pero ¿es esto así, en la realidad? ¿Tenemos verdaderamente motivos para estar confiados y tranquilos?

La parte más preocupante del caso es que esta profesionalización ha creado una élite de expertos que se comportan como ‘tecnócratas sanitarios’ que presentan sus tesis como si procedieran de más allá del bien y del mal, de un modo muy similar a lo que sucede en materia económica. Pero en realidad, tras las palabras eficiencia y gestión —que pretenden ser tan neutrales y asépticas— se esconden criterios mercantilistas de claro sesgo de clase, que están expulsando de la sanidad a las personas más débiles y desfavorecidas. Hablamos de las personas inmigradas, pero también de las que sufren enfermedades crónicas, complicadas o muy caras de atender y que, además, ahora tienen niveles de renta, condiciones de vida o trabajo muy precarios. Y hablamos también de sesgo de género, en la medida en que las responsabilidades de atención que el sector público abandona recaen de nuevo, en gran medida, en las mujeres.

En cambio, los cuadros más altos de esta élite que sale de las altas escuelas de administración suelen tener un marcado perfil ideológico que se pretende neutral. Dos ejemplos en Catalunya son ESADE e IESE, inequívocamente alineados con posicionamientos neoliberales. Así, la pericia en aspectos técnicos va siempre bien acompañada de posicionamientos claramente liberales, como el ataque constante a la intervención del Estado (en un doble lenguaje engañoso, ya que son los primeros en saber cómo beneficiarse de las ayudas, subvenciones y contratos del Estado), la reiterada petición de la abolición de los procesos de fiscalización gubernamentales y la relajación de los marcos reguladores del sector.

Para acabar de redondear la situación de privilegio de estos expertos, se ha relegado a la ciudadanía y a sus representantes al mero papel de oyentes de sus lecciones. Enredándonos en palabras, jugando de forma interesada con los conceptos, arrugan la nariz y miran por encima del hombro al común de los mortales. Nos quieren hacer creer que lo que ellos hacen es demasiado complicado y demasiado importante para que la gente que paga impuestos (y paga, por lo tanto, su trabajo) pueda opinar…

Como hemos dicho antes, teniendo en cuenta la complejidad de gestión que representa un sistema sanitario, la idea de que éste sea gestionado de manera profesional tendría que ser una muy buena noticia. Pero lamentablemente no es así. Los expertos pueden haber hecho másteres carísimos y disponer de herramientas de gestión de última generación, pero hay que ver cuál es el objetivo de su trabajo: ¿una mejor atención?, ¿una mejora en la calidad del servicio al enfermo?, ¿un ahorro en el gasto que repercuta en la ampliación de la cartera de servicios? Por desgracia, la evidencia demuestra que muy raramente es así; en general, son parásitos que piratean al sector público.

Durante los últimos 30 años, la “tecnocracia sanitaria” no ha parado de ganar terreno en el mundo entero. Lo que ha sucedido en la sanidad catalana y en la británica son dos ejemplos de cómo esta supuesta élite de gestión ha tenido unos intereses muy diferentes a los de los ciudadanos que financian el sistema. En algunas ocasiones, ha podido conseguir ahorros económicos, pero no se ha parado a valorar el coste social —pagado en términos de exclusión—, de salud e incluso de vidas de estos ahorros. Mientras tanto, la ciudadanía ha ido quedando relegada al lugar de espectador-consumidor.

Orientación al servicio vs orientación al beneficio

Imaginemos que el equipo gestor de un hospital consigue, gracias a sus conocimientos, ahorrar un millón de euros mediante un nuevo modo de gestionar, por ejemplo, los residuos hospitalarios. Teniendo en cuenta que este hospital se financia con dinero público, el ahorro de este millón de euros podría ser una muy buena noticia para el ciudadano y la ciudadana que pagan sus impuestos. Pero lo que tenemos que hacer acto seguido es mirar adónde va a parar este millón de euros ahorrado por los gestores. Si se trata de un hospital público gestionado por una empresa privada (a la que pagan una cantidad fija anual para atender a la población de referencia), este millón de euros ahorrado va a parar a la cuenta de resultados de la compañía. Si es un hospital concertado de Catalunya gestionado por una entidad “sin ánimo de lucro”, este millón de euros ahorrado no se devolverá a la Generalitat en un sobre que diga «Nos ha sobrado esto, no lo necesitamos. Gracias.», sino que este millón de euros que se ha ahorrado en el proceso de gestión de residuos irá a parar a otro capítulo de ahorro de ese hospital, y no siempre a favor de la gente enferma a la que atiende. Es más que probable que el abanico de salarios se abra de manera que los sueldos y ventajas del personal de dirección se incrementen, mientras que la gente que realiza los trabajos menos cualificados —pero absolutamente necesarios— ve cómo disminuyen sus salarios, se congelan las plantillas o, incluso, pasan a subcontratación, perdiéndose antigüedades y otros derechos adquiridos.

En ninguna de estas dos opciones existe nada ilegal, pero nos podemos hacer la pregunta de si no hay mucho de ilegítimo. En cualquier caso, es la base del sistema que nos presentan como el único posible y que, sólo por el hecho de ser el que es, consigue siempre mejores resultados que la gestión pública, cooperativa o social. En el caso del hospital privado se asume la búsqueda de beneficio empresarial, y en el caso del hospital concertado catalán, una total autonomía de gestión: hasta el punto de no tener que dar cuentas de nada al municipio (en caso de que se trate de un ente municipalizado), ni al Parlament, ni incluso —difícilmente—, al Síndic de Comptes (ved el caso de Ramon Bagó). Y no hablemos ya de tener que responder a las preguntas de periodistas o de la gente movilizada…

En la inmensa estafa de la concertación a oscuras, de espaldas a la ciudadanía, cada hospital puede destinar los recursos del modo que le parezca más adecuado. Y hasta se pueden permitir, sin coste adicional, pequeñas trampas: la letra pequeña de los conciertos que obliga a compensar por supuestas pérdidas no demostradas (caso de la Comunidad de Madrid).
Vale la pena decirlo alto y claro, porque nos jugamos la salud: la capacidad de la ciudadanía (y del gobierno que la tendría que representar) para decidir el destino del fruto del posible ahorro en la buena gestión es nula: en el caso del hospital privado que ha contratado algunos de sus servicios (demasiadas veces sacándolos de la sanidad pública para justificar despidos, cierre de servicios, de quirófanos o, incluso, de plantas enteras de hospitalización), porque forma parte del acuerdo: «Yo te doy tanto por habitante y todo lo que te puedas ahorrar, te lo quedas»; en el caso del hospital totalmente concertado, porque mientras el centro cumpla con el servicio pactado con la administración, el cómo se gestiona el dinero es indiferente, y es tan indiferente como las condiciones de trabajo de la gente que atiende a las personas enfermas, los colapsos en las urgencias, la desatención que puede suponer para casos muy graves el alargamiento de las listas de espera, la calidad de la comida que se sirve a los pacientes, la falta de instrumentos o, incluso, de medicamentos, el ritmo de vértigo con el que se trabaja en algunos quirófanos… Todas estas cosas juntas pueden representar errores difíciles de resolver. Sería necesario que se hiciesen públicas las tasas de morbilidad y mortalidad por hospitales públicos, concertados o privados para tener una idea más clara de lo que estamos denunciando en este punto, aunque el estudio reciente hecho por la Federación de Servicios Públicos (FSP) de la UGT País Valencià sobre la Comunitat Valenciana estremece: unas 2.700 personas han muerto cada año desde que el “modelo Alzira” coloniza la sanidad valenciana (ved informe de la UGT Cuestión de vida o muerte, 2013).

Cada vez más, los problemas derivados de esta gestión privada de los servicios sanitarios están plenamente documentados. Por un lado, tenemos el problema de cómo se consigue el ahorro, y, por otro, el de adónde va a parar este ahorro. En el caso de hospitales públicos gestionados por una empresa privada, vemos que la presión para maximizar el ahorro se hace incluso a cambio de ofrecer un servicio peor. No es una hipótesis. Y estábamos advertidos: Frank Dobson, miembro del parlamento británico por la demarcación de Holborn y St Pancras y ministro de Sanidad del gabinete de Tony Blair (de 1997 a 1999), explica el descenso social por la privatización de la sanidad en Gran Bretaña, que ha culminado con el escándalo del Mid Staffordshire Hospital —con la muerte evitable de entre 400 y 1.200 persones entre los años 2005 y 2009—, que obligó a David Cameron a pedir disculpas en el parlamento por las «espantosas negligencias» cometidas en el hospital público —pero “gestionado” por una fundación privada que daba prioridad, según el informe de la inspección, «a objetivos económicos por delante de la calidad del servicio».

Para Dobson, a pesar de los problemas que tenía, el National Health Service (NHS) realizaba un buen trabajo, y cada vez lo hacía mejor. Pero su futuro se puso en peligro con la introducción de las “fuerzas de mercado” y los proveedores movidos por el ansia de beneficios privados. Aunque algunos políticos y miembros de los lobbies del sector privado de la sanidad vayan diciendo que la privatización del sistema de salud en Gran Bretaña es un éxito, no hay nada más lejos de la verdad. Gran Bretaña contrata a hospitales privados, al estilo de clínicas quirúrgicas privadas, para encargarse de las operaciones baratas, de menor riesgo, y para pacientes en general acomodados. Para decirlo sin tapujos, se quedan con las intervenciones que dan beneficios y dejan en los hospitales del NHS a las personas con menos posibilidades económicas y todas las intervenciones complejas. Sin embargo, las operaciones en estos hospitales privados cuestan una media de un 11% más que en los hospitales públicos. Y a estas compañías que trabajan para conseguir su beneficio se les garantiza un flujo de financiación. Así, si sus contratos especifican que atenderán a 5.000 pacientes anuales y sólo atienden a 4.500, a los hospitales privados se les sigue pagando la atención de 5.000 pacientes. Y mientras que se garantizan los ingresos de los hospitales del sector privado, a los hospitales públicos se les obliga a competir –y no sólo con los de la privada, sino también entre ellos. Para esto, el gobierno británico ha introducido el pago por resultados —lo que los políticos llaman «financiación centrada en el paciente». El resultado ha sido una confusión: la sanidad británica se ha encarecido y los hospitales han recortado servicios importantes para la población para reducir los déficits de su mala gestión. Pero los problemas no se acaban aquí, porque con la introducción de la financiación centrada en el paciente y en las fuerzas de mercado se ha incrementado la proporción del presupuesto de sanidad destinado a burocracia desde el 4% hasta, aproximadamente, el 15%. Y aunque es absurdo, tiene su lógica: si el dinero se centra en el paciente se debe poner en funcionamiento todo un sistema que siga las huellas de los pacientes y del dinero… Preparar las licitaciones cuesta dinero. Se tiene que pagar a los abogados y contables, incrementar la burocracia. Los hospitales deben hacer muchos cálculos, llevar el registro y codificar los costes de cada paciente, emitir facturas (aunque sea en la sombra, como puede pasar en los hospitales de Girona)… La competencia que se tenía que estimular entre hospitales sólo consigue poner impedimentos a las mejoras y obstaculizar la difusión de nuevas ideas. Y lo más triste: el personal sanitario tiene que dividir su tiempo entre tratar a los pacientes (que es a lo único que debería dedicarse) y hacer todo el papeleo. Y así se desatiende a las personas. Y así se paga un precio demasiado elevado en vidas humanas.

La privatización del NHS y el desastre final descubierto en el hospital de Staffordshire se unen a la barbarie de los hospitales del País Valencià. Y sin embargo, cuando se inició el proceso se presentó como una solución para mejorar la eficiencia, reducir costes y listas de espera. Pero la realidad es demasiado dura y cara de pagar. El daño que causa un sistema de salud privatizado, fragmentado, afecta a toda la sociedad en su conjunto.

¿Y qué sucede en Catalunya?

Tampoco en los hospitales concertados catalanes podemos apreciar ningún beneficio derivado de una supuesta competitividad. Al contrario. Las hipotéticas mejoras, que podrían comportar nuevos y mejores contratos para más personal sanitario, para atender mejor a los pacientes…, pueden ir a parar —y en muchos casos van— a las cuentas de resultados de empresas privadas propiedad de algún amigo. O a las contabilidades B de los corruptos que el sistema conlleva. También en Catalunya, los asesores tecnócratas han sido los que traspasan sin vergüenza alguna las puertas giratorias que confunden el sector privado y el público de la sanidad, y defienden los intereses de las empresas, inversores, corporaciones, laboratorios o industrias farmacéuticas y químicas en la sanidad pública. Durante este año 2012, hemos podido verlo —y sufrirlo— en Catalunya. Hemos visto cómo, en el año 1995, un gestor de una entidad sin ánimo de lucro (Ramon Bagó) cerraba la cocina del hospital de Mataró y la adjudicaba a su propia empresa (el grupo SEHRS). Hemos visto cómo este mismo gestor recibía contratos irregulares por valor de 12 millones de euros de manera irregular. Hemos visto cómo –quizá con el dinero ahorrado gracias a una gestión mejor– un responsable sanitario contrataba informes falsos a la empresa de otro gestor por valor de 800.000 euros. Hemos visto cómo –quizá con el dinero ahorrado gracias a una gestión magnífica– dos hospitales comarcales se gastaban 330.000 euros en alquileres, comisiones, viajes y restaurantes, de los cuales nadie ha podido ver ni una sola factura… Hemos visto tantas cosas, que podríamos llenar unas cuantas hojas más como ésta.

Y a pesar de todas estas evidencias, y llevados por un momento de bondad, supongamos que –tal como ellos mismos pregonan– esta élite en gestión sanitaria tiene la varita mágica de la gestión. Aceptemos, por un momento, que sus conocimientos “de experto” consiguen ahorrar en la prestación de servicios sanitarios. ¿Qué beneficio obtiene el ciudadano de esta supuesta excelencia si, después, los ahorros conseguidos, en vez de repercutir en la mejora de los servicios, se apartan de la gestión de lo que es público, de todas y todos, y van a parar directamente a la cuenta de resultados, o a las empresas privadas, o a las contabilidades B, o a los bolsillos de los amigos, de sus intereses y de la sanidad privada? También en Catalunya, gracias a su docta gestión, las listas de espera se han disparado como nunca, y empeoran las condiciones de vida de la gente que espera entrar en un quirófano. Además, en Catalunya tenemos, desgraciadamente, víctimas de los “ahorros” y de los recortes de la estafa. Lo pueden negar desde la Conselleria de Salut, pero también —como en Valencia— acabarán saliendo cifras y nombres… La lástima es que ya no se podrá evitar el desastre.

Y, por otro lado, ¿qué incentivos tienen estos “expertos” para hacer su trabajo y recomendar, por ejemplo, el desmantelamiento del Institut Català de la Salut? (Hablamos del informe de la consultora PWC, hecho según Boi Ruiz gratis et amore). ¿Qué esperan, a cambio de su asesoría, de sus informes? ¿El reconocimiento de la ciudadanía? ¿La aprobación boquiabierta del Parlament? ¿O, en cambio, el premio es el ascenso, el privilegio, una sensación de poder —que, desgraciadamente, hace que las cosas empeoren— y la presunta comisión furtiva? Estas preguntas nos llevan a la tercera disyuntiva…

Consejos de administración vs control democrático

¿Quién vigila el trabajo de nuestros “expertos”? ¿Quién marca los objetivos de los “expertos” y controla que su gestión sitúe la salud de la ciudadanía en el centro del sistema? ¿A quién tienen que dar cuenta de sus actos y de las consecuencias sociales de éstos? En Catalunya, un diputado del Parlament, la máxima representación del poder popular, no tiene ninguna potestad ni autoridad para pedir explicaciones sobre lo que hacen los gestores de los hospitales concertados. Por ejemplo, si un diputado pregunta por la cuantía de los contratos recibidos por un empresario estrechamente ligado a CiU, la respuesta es: «Estos hospitales no dependen directamente de la Generalitat y, por lo tanto, no disponemos de esta información». Es decir, que la mitad del mayor presupuesto de la Generalitat —la que corresponde al sector concertado— está totalmente fuera del control ciudadano. Y no hablamos de comités de barrio ni de asambleas revolucionarias al estilo chavista. No. Hablamos del Parlament de Catalunya, que, gracias a la privatización de la gestión sanitaria, se convierte en un envoltorio sin capacidad fiscalizadora real y —lo que es aún peor— sin capacidad alguna para imponer directrices ni objetivos. De este modo, nos damos cuenta de que la “política sanitaria” ya no se decide ni en los ayuntamientos ni en los parlamentos, sino en los consejos de administración de entidades donde el interés general aparece siempre —si aparece— después del interés de accionistas o de los empresarios amigos que tienen que recibir su contrato anual.

Para escapar de cualquier control, incluso se escabullen de la Sindicatura de Comptes, porque, si el síndico más honesto consigue superar los “amiguismos” políticos y las sociovergencias que todo lo tapan, se puede encontrar con una formidable muralla legal: el servicio del hospital concertado o contratado puede ser público, pero el contrato se ha firmado acogiéndose al derecho privado. Y, en ese caso, únicamente el Tribunal de Cuentas (otro órgano de dudosa eficacia y escasísima transparencia) pueda quizá decir algo —tarde y, probablemente, mal–, con la tara, además, de que “atenta contra nuestra soberanía”. Porque lo que queda claro en sanidad es que nuestro derecho a decidir, el ejercicio del derecho de autodeterminación, como lo entiende la sociovergencia, pasa necesariamente por el hecho de que el mal gobierno de Catalunya pueda maltratar y privar de sus derechos a nuestros enfermos y a nuestras enfermas. Y si os cuesta creerlo, sólo tenéis que ver en la hemeroteca los aspavientos que se hicieron cuando el Tribunal Constitucional, desde Madrid, derogó, con argumentos que no son los nuestros, el euro por medicamento…

Tendencias deseables

Evidentemente, la actual gestión directa de los servicios sanitarios —representada en Catalunya por el ICS— presenta importantes deficiencias en materia de transparencia. Pero mientras que la capacidad ciudadana de fiscalizar y controlar la gestión que se realiza en el ICS es muy, pero que muy, limitada, controlar lo que se hace en el sector concertado es totalmente imposible. En lo referente a la eficacia —mantra de los “expertos” sanitarios—, es cierto que al sector netamente público le queda mucho camino por recorrer y muchas mejoras por interiorizar. Pero no es menos cierto que es prácticamente imposible medir esta “eficacia” en los centros concertados, que escapan totalmente de la fiscalización de gestión y de resultados de las instituciones democráticas, cosa que convierte en un dogma de fe la mejor gestión que hacen nuestros expertos.
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Pero más allá de esto, hay un aspecto en el cual un sistema de gestión directa, de gestión pública de lo público, siempre será mejor que el más eficaz de los equipos de gestión privada: y es que pase lo que pase, se produzcan los problemas que se produzcan, éstos siempre podrán ser discutidos, debatidos y solucionados de manera democrática, ciudadana y soberana.

Para conseguirlo, sólo nos es necesario ahondar más en el funcionamiento democrático de las instituciones y, sobre todo, necesitamos una ciudadanía empoderada, participativa y que crea de verdad que la política debe velar por sus necesidades, mejorar el ejercicio de sus derechos y responder con claridad y sin excusas delante del pueblo. Nuestra sanidad no tiene sólo que vendar nuestras heridas, sino que debe ayudar a cohesionar a nuestra sociedad, a mejorar la equidad, a reducir las diferencias.

Albano Dante
Fundador y director de la revista Cafèambllet
Àngels Martínez Castells
Presidenta de Dempeus per la salut pública
Publicado originalmente en catalán en Perspectives de Espai Fàbrica. Traducción: Nàdia Subirana



Font: upec
02/02/2014
upec
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