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Lluis Casas



Con un ligero esfuerzo tal vez logren recordar esas dos frases, que son, no lo duden, de “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, en una versión, creo recordar, radiofónica de comienzos de los cincuenta. Existen otras muchas variaciones del cuento, pero esa es la mía. Un cuento que unos dicen proviene del conjunto de “Las Mil y una noches” y otros lo atribuyen a un añadido occidental. En fin, sea como fuere, así me llegó.


No se porqué se me quedaron gravadas las dos frases.  El entonces un niño iletrado aun, o, como mucho, iniciático en esas lides, recuerda sesenta años después con claridad meridiana las voces surgidas del aparato de radio del comedor familiar. Unas voces que desde las tinas del presunto aceite preguntaban por la hora decisiva y otra voz en tono bajo de una muchacha respondía mediante una par de palabras rotundas que esperasen. Con ello conseguía mantener inmovilizados a la banda de la Gürtel del cuento.


Recordarlo hoy y escribírselo responde a varios motivos, el primero está relacionado con unas recientes lecturas absolutamente anómalas de entrada. Las cito antes de continuar para que vayan haciéndose una idea. Las dos primeras responden a dos novelas de un erudito americano, Christopher Morley, (aunque periodista) que las escribió entre los años 1917 y 1919, se trata de “La librería ambulante” y “La librería encantada”.

Los otros títulos, más abundantes, tienen menor recorrido temporal, aunque de novedades nada, puesto que se trata de relatos de un veterinario inglés allá en los años previos a la segunda guerra mundial. Se trata de James Herriot con sus “Historias de perros”, “Todas las criaturas grandes y pequeñas”, “Un veterinario en apuros” y “Un veterinario en la RAF”.


Todas ellas coinciden, al margen de distintas valoraciones estrictamente literarias, en que se componen de historias intensamente humanas. tanto que se acercan a la inocencia del cuento. Incluso en el caso del famoso veterinario (se hicieron Films y lograron éxitos espectaculares de tirada), el asunto no son realmente los animales que profesionalmente trata, sino sus propietarios y la Inglaterra rural de su época.


El americano compone un pequeño grupo de personajes que no se hasta que punto son simplemente invenciones, pero que le sirven para hablar de una vida discreta e inmensamente feliz alrededor de los libros. En ambos casos, su escribanía es fácil, accesible y extraordinariamente limpia, sin complejidades argumentales, ni recovecos útiles para los expertos literarios.


Para un lector no anglosajón y distante en el tiempo, hay que aceptar la personal ignorancia supina del mundo literario americano de principios del siglo veinte y un desconocimiento sólido y estructural del equivalente inglés de cualquier época. Dejado esto al margen, se puede disfrutar durante toda la lectura de unos textos que provocan una sonrisa permanente.


El veterinario, lejos de citas literarias, tiene contenidos sorprendentes para un urbanita que solo ha visto una vaca en los rebaños de Texas en el cinematógrafo. El que firma, debe añadir que solo se le ocurrió ya muy entrado en años que los animales padecían enfermedades y accidentes, puesto que hasta entonces eso de la gripe, de las molestias más o menos graves del estómago o del brazo escayolado le parecían algo total y exclusivamente humano. Los animales, tal vez por prescripción divina, eran ajenos a ello. Sujetos simplemente a los dientes de los depredadores o al rifle del cazador de búfalos.


Las dos primeras lecturas citadas están al alcance fácil de cualquiera, puesto que han sido editadas recientemente por Periférica. Las de Herriot, las he pillado en un fardo digital que me han facilitado, pero sé que existen algunos ejemplares aquí o allí. Deberán buscarlos.


No todo debe ser novela negra o gris, a pesar de los últimos ejemplares aparecidos de Philip Kerr o de Ben Pastor.


Debidamente ilustrados respecto al primer motivo del recuerdo del cuento de Alí Babá, paso a iluminarles con el segundo, también provinente del cuento, aunque de una clase totalmente distinta.


Por si ustedes no lo sabían, y, probablemente, ni siquiera lo sospechaban, tenemos una Constitución con patas. Es decir, independiente de sus autores y votantes. Es cosa ejemplar que un texto jurídico que tiene su verdadero valor en los pactos y acuerdos, se valga por si mismo y se independice, por así decirlo, como un adolescente de 40 años.


Ya habrán captado la sutileza con que hablo del debate del Congreso sobre la capacidad, posibilidad y permiso para votar en casa sobre nosotros mismos. Hay que estar alerta e ir precavido frente a una Constitución asaz sensible respecto a sus textos. Pero si no lo han percibido, no tienen más que pinchar en Internet en busca de la intervención del “Gran Coscubiela”, devorador de simples habladores sin substancia.


 A lo que íbamos, al menos yo. He quedado agradablemente sorprendido en mi interés por las cosas animadas, al leer que la Constitución nos impide votar. No conocía esa habilidad de la Constitución de hablar, manifestarse e, incluso opinar. Tenía entendido que esa clase de seres (que ahora sabemos pertenecen al mundo animado) se mantenían silentes y acomodados placenteramente en su propio texto. Atentos, sin más, a que los ciudadanos y los elegidos por ellos modificasen sus partes, las que fuere, a modo de actualización periódica. Cosa que agradecían en bien de su supervivencia, objetivo fundamental de todo ser genético. Pero, por lo visto, no es así. El pájaro constitucional (si es que es un pájaro, podría ser de la clase de las escolopendras) no solo trina, sino que nos comunica las buenas o malas nuevas para que nosotros, simples paramecios cumplamos lo afirmado y confirmado.De cambiar nada.


Conocer esto de sopetón, en una sola sesión del Congreso ha sido difícil de asimilar, e incluso de comprender. Gracias “Gran Coscubiela”, sin ti no hubiera sido posible. Me hubiera quedado, junto con otros varios millones, simplemente anonadado e incapaz de reacción ninguna. Como si me hubieran plastificado cual DNI y puesto el vulgar cartelito que reza: “objeto sin atributos, no tocar sin permiso del imperio (propietario exclusivo). En caso necesario dirigirse al cuartel de la Guardia Civil más próximo”.


Afortunadamente, como ya he dicho, alguien con las cosas de la cabeza y de la entre pierna bien puestas, ha impedido que con la flojera producida me dejara absorber por la irrealidad y terminara efectivamente cual “homo disecatus”.


En fin, a las puertas de la semana santa y previendo la huída de lectores, lo dejo aquí, a merced del buen hacer del gobernador civil.


Lluís Casas pasmado



Radio Parapanda. EL LIMONERO BAJO EL CEMENTO por Paco Rodríguez de Lecea




Font: upec
17/04/2014
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