Nos ha dejado Gustavo Bueno, el filósofo español más controvertido de, al menos, los últimos cincuenta años. De momento dos colegas se han referido a él respetuosamente y, como es habitual en estas ocasiones, han dejado archivados sus desencuentros. Primero, Gregorio Luri en su mesita del Café de Ocata; segundo, Manuel Cruz desde El País.
El profesor Luri escribe: «Me decía Enrique García-Máiquez en Santiago que de equipo de futbol, como todo el mundo sabe, no se cambia nunca. Eres fatalmente del que eres y pase lo que pase, tu fidelidad no está en almoneda. Dicho esto, añadió que nuestras mujeres eran más importantes que nuestros equipos de fútbol, así que nuestra fidelidad a ellas ha de ser innegociable, total, de por vida. He pensado inmediatamente en esto al enterarme de la muerte de Gustavo Bueno, acaecida poco después de enterrar a su mujer. Me imagino que no podía vivir sin entregarle su fidelidad y que al faltarle ésta, le faltó el aire. Descanse en paz.
»Es difícil hacer justicia a un filósofo como Bueno, especialmente si lo has tratado de lejos. Lo que sí puedo decir es que su nombre estaba siempre reverencialmente presente entre quienes lo habían tratado aunque fuera a media distancia, porque era un hombre que poseía tres virtudes que escasean entre los filósofos habituales: imprudencia a la hora de pensar, consistencia a la hora de elaborar su pensamiento y vehemencia a la hora de defender sus ideas. Descanse en paz» (1).
Gustavo Bueno fue, en todo caso, un pensador que llevaba lo inquietante de su filosofía hasta él mismo. En cierta ocasión le preguntaron qué obra suya le parecía más válida. Su respuesta fue sorprendente: «Con fecha, todas; sin fecha, ninguna».
Por mi parte, lego en la materia, me quedo con un testimonio. Cuando un grupo de mineros estaba encerrado en el fondo de la Tierra, durante una huelga, nuestro filósofo bajó allí y les dio una clase de filosofía.