Por: M.F.C. | Categoría General.
El taller sobre violencias de género en la cárcel de varones había sido interesante, pero con el habitual sin sinsabor que dejan las charlas entre hombres que parecen indignarse con los machismos ejercidos por otros aunque nunca por ellos, siempre tan políticamente correctos. Tocaba ahora hablar con las mujeres detenidas, quienes en su propio imaginario estereotipado y en el de sus compañeros, eran el prototipo del sometimiento: sometidas por sus parejas y sometidas por las funcionarias penitenciarias. Disputando las migajas de sombra ofrecidas por la siesta estival, con el pecho pegado a la puerta de ingreso a la cárcel y trepado al único escalón sin sol, espera el permiso para entrar a dictar el taller. Respetando la mínima distancia que el sol permitía guardar, una novel guardia cárcel se suma a la espera. “¿Con que eran todas minas? Esto es un mar de huevos”. El desconcierto, el calor, la agonía de la siempre larga espera para entrar al penal, dificultaron la decodificación de lo que, a la postre, se entendió era un reproche de manual hacia la joven trabajadora. El conductor ofuscado, cuyo rostro combinaba con el destartalado auto y reñía con el bienestar, arrancó con un furioso chirrido de las desalineadas cubiertas con rumbo a Vayasaberdonde. “Qué bárbaro estos hombres inseguros”, emitió ella a modo de saludo. “Y sí”, fue lo único que se le ocurrió decir apurado por las circunstancias. No a ella, sino a sí mismo. “¿Así que estas son las victimarias de las que te hablaste? Te equivocaste. Y sí.”, se acusó y se contestó.
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