¿Europa ha muerto, viva Europa? Desde principios de este año, en el que se celebrarán las elecciones al Parlamento europeo, investido por primera vez del poder de elegir al presidente de la Comisión , las paradojas e incertidumbres de la integración europea están en el orden del día.
De un lado, los profetas de la desventura anuncian que la parálisis y la disolución siguen en alto ya que ninguna de las recetas aplicadas ha resuelto la contradicción que se encuentra insita en una construcción política cuyo principio-guía implica el antagonismo entre los intereses de sus miembros. Estas recetas han perpetuado la recesión, acentuado las desigualdades entre naciones, generaciones y clases sociales, bloqueado los sistemas políticos y generado una desconfianza profunda de las poblaciones hacia las instituciones y la integración europea en tanto que tal. Por otra parte, los partidarios del método de Émile Coué captan todo significado «no negativo» para anunciar que todavía el proyecto europeo aprovecha su crisis para relanzarse, haciendo prevalecer el interés público sobre las diferencias. Sin lugar a duda, la debilidad de dichas proclamas es que, bien vistas todas las señales invocadas (por ejemplo, la unión bancaria) son medias tintas. Lo que todavía impide tratarlas con suficiencia es el argumento de la necesidad: las economías de las naciones europeas son demasiado interdependientes, sus sociedades demasiado sujetas a mecanismos comunitarios para no temer la catástrofe que el desmantelamiento de la Unión significaría para todas ellas. Pero este argumento se basa, a su vez, en el presupuesto que, en la historia y en la política, la continuidad vence siempre. Lo que también significa que la crisis actual tendría un carácter simplemente cíclico.
Traducción, JLLB