Miquel Á. Falguera i Baró
Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya
Llevamos ya bastantes años con la matraca del contrato único. La idea surgió de FEDEA, una fundación de pensamiento económico cuyos patronos son básicamente ese conglomerado de empresas que se conocen como “Ibex 35” (aquí tienen el listado: http://www.fedea.net/patronos/)- Luego se ha ido extendiendo poco a poco como propuesta “novedosa” y ha sido propugnada desde varias instancias del poder económico, la patronal y diversos organismos europeos (la “Troika”). Y hace pocos meses saltó a la política: ahí está el programa de Ciudadanos, aceptando sin apenas remilgo en el Programa de Gobierno derrotado hace unas semanas en el Congreso.
He leído muchos exabruptos desde la izquierda sobre esa propuesta. Pero debo confesarles que creo que no se ha acabado de comprender del todo por muchos analistas. Advierto desde ahora que no es mi intención defender el susodicho contrato; todo lo contrario: estoy convencido que sería un enorme paso atrás –el más importante y trascedente- en las tutelas garantistas del colectivo asalariado. Pero antes de criticar hay que analizar.
Según sus padres intelectuales la propuesta surge de una doble constatación. La primera, que la temporalidad se ha instalado en nuestro mercado de trabajo desde hace décadas, sin que los variados intentos de volver al redil la causalidad en los contratos a término hayan obtenido resultados positivos. Ciertamente, las cifras están ahí y nada explica (pese a la estacionali8dad de sectores importante en el modelo productivo español) los altos porcentajes de temporalidad en la gestión de recursos humanos. La segunda idea base de los autores se sustenta en la constatación empírica de que la temporalidad sin causa es un auténtico cáncer para nuestra economía y nuestro modelo productivo. Pues bien: ¿puede estar en principio y sobre el papel alguien en contra de ese diagnóstico?
Una vez diagnosticada la enfermedad se propone la terapia: la desaparición de la diferenciación entre contratos temporales e indefinidos. De esta forma el vínculo contractual sería único –de ahí el nombre de la propuesta-, aunque el empresario podría poner fin al mismo cuando quisiera, pagando una indemnización progresivamente creciente –que se iniciaría en los actuales doce días/año que se aplica a los contratos temporales y finalizaría en los actuales treinta y tres días/año del despido improcedente- en función de la antigüedad del trabajador en la empresa.
Algunos hemos opuesto razones jurídicas que en estos momentos impedirían la viabilidad de la propuesta. La primera, que ese modelo comportaría el reconocimiento en España, sin más, del desistimiento empresarial, una posibilidad hoy por hoy imposible, salvo que denunciemos el Convenio 158 OIT (aunque es ésta una norma internacional, como todas las de la OIT, ninguneada por el TS, como he intentado poner de manifiesto en otras reflexiones: http://www.upo.es/revistas/index.php/lex_social/article/view/1652/1332) . La segunda objeción es de índole constitucional: en la práctica ese sistema conllevaría que el control judicial de la extinción quedara limitado a supuestos de vulneración de derechos fundamentales o de discriminación, impidiendo cualquier análisis de fondo de la causa del despido, salvo fraude.
Algo de eso comenté hace unos meses en Galicia, compartiendo mesa, con uno de los padres de la propuesta. Y me aventuré a proponerle lo siguiente: “el precio del despido a mí me parece accesorio, lo que de verdad me interesa es el control sobre el despido; por tanto, te puedo comprar la propuesta si cuando el juez considera que la extinción no tiene un motivo real la condena al empresario sea la forzosa readmisión”. Está de más que describa la respuesta de mi interlocutor: botó de la silla un par de metros ante dicho argumento, mientras se persignaba cuál si un servidor hubiera mentado a Satanás.
Como antes ya he indicado, forzoso es coincidir con el diagnóstico (la enfermedad de la temporalidad), pero resulta muy complicado coincidir con la terapia propuesta. Lo que no quiere decir que niegue que la enfermedad siga ahí. Pues bien, en términos médicos, ante una plaga de tal calibre la OMS haría, de entrada, un análisis epidemiológico, a fin de constatar el origen de la enfermedad; porque en medicina saber de dónde viene una patología es el mejor método para hallar su curación. Por ello cabe preguntarse: ¿por qué la temporalidad sigue campando por sus fueros? Incluso más: ha sido metabolizada como algo lógico por parte de muchos trabajadores. Permítanme observar aquí que el número de pleitos en los que se alega fraude de ley en la contratación temporal es hoy prácticamente irrisorio, a diferencia de épocas pasadas. Y aunque es cierto que hace ya más de una veintena de años la jurisprudencia fue muy permisiva con determinadas prácticas empresariales, hoy, como regla general, ya no es así.
Para explicar ese fenómeno los economistas y sociólogos neoliberales acuden, como casi siempre a sus dogmas; en este caso: “las-empresas-no-hacen-contratos-indefinidos-porque-despedir-es-muy-caro”. Repíntalo diez veces al día durante tres meses y se lo acabarán creyendo, como casi todos los mantras de similar catadura mental (“la-desigualdad-crea-riqueza-“, por ejemplo). Sin embargo, si uno acude a las estadísticas laborales se encuentra con una sorpresa: ese aspecto –el coste del despido- tiene una muy escasa incidencia en los empresarios ante la expectativa de nuevos contratos. Lo que prima es la necesidad de cubrir puestos de trabajo ante la expansión del negocio. Es más: estamos asistiendo desde hace ya tres lustros a constantes cambios normativos que abaratan el despido. Y sin embargo, las cifras son las que son.
Desde mi punto de vista la explicación de ese fenómeno –el origen de la enfermedad de la temporalidad- se antoja evidente: el poder. Un trabajador temporal tiene menor fuerza negocial que otro indefinido. A la hora de trabajar más horas –a veces sin remuneración-, reclamar incrementos salariales o el cumplimiento del convenio o de normativa preventiva un temporal sabe que cualquier queja puede comportar que se quede en la calle. “Ahí fuera hace mucho frío” o “tengo diez parados esperando cubrir tu puesto de trabajo”, advierten algunos empleadores ante la más mínima negativa a acatar sus órdenes, aunque sean exorbitantes. ¿Quién en esas condiciones se va a afiliar a un sindicato? Y (reconozcámoslo también, siquiera con la boca pequeña): a veces uno tiene la impresión que el sindicato (en el día a día, no en sus declaraciones) está más preocupado de sus “clientes naturales” –los trabajadores fijos- que en los colectivos con menos poder.
Pues bien: el contrato único no haría más que descompensar aún más el actual frágil equilibrio de poder. El “ahí fuera hace mucho frío” ya no se diría sólo a los temporales –en tanto que estos ya no existirían-: se generalizaría a cualquier persona asalariada, con el consiguiente crecimiento de la precarización y la desafiliación sindical. En realidad, la tan denostada “disgregación del mercado laboral” es eso: que unos, los fijos, tiene un cierto –aunque cada vez más limitado- poder negocial y otro, ninguno. Y de lo que se trata es de menoscabar el poder de los que aún lo tienen. Increíblemente es ésa la propuesta que el candidato Sánchez ha comprado; aunque acudió a las urnas proponiendo la derogación de la reforma laboral del PP. Esto es: en lugar de revertir el incremento de las capacidades contractuales de los empresarios que dicha reforma comportó, nos propone incrementarlas “ad libitum”.
Todas las reflexiones anteriores me llevan a plasmar una inquietud a la que hace ya varios años estoy dando vueltas: la devaluación de los contenidos del pacto constitucional, en forma tal que el Poder –con mayúsculas y a todos los niveles- ya no quiere controles, ni mecanismos de vigilancia. Algo más debería pensar la izquierda –y, por ende, el sindicato- sobre el poder. Y no me refiero al poder político o económico –que también- sino en romper la hegemonía del poder del pensamiento hegemónico –releer a Gramsci no estaría de más-. El neoliberalismo no es más que la ruptura del pacto de postguerras para incrementar el poder dela minoría más opulentas de los ciudadanos del primer mundo. Y ello comporta un elemento añadido: se trata no sólo de un reequilibrio en su favor, sino también la eliminación de los controles constitucionales, judiciales y sociales. Lo que se propone es suprimir cortapisas al poder absoluto de la minoría. Ahí está el proyecto de TTPI y las prácticas de las grandes multinacionales (Wolkswagen es un ejemplo paradigmático: el origen está en Alemania, no en la “corrupta” España). Los poderosos ya no precisan de políticos a los que influir (o corromper, o amenazar): tienen el control directo de los Estados a través del capital financiero (los “mercados” famosos) y sus agencias de calificación (a quién se sale del dogma se le incrementa la nota de calificación). Y cuando eso no basta se meten ellos mismos en política (Berlusconi, ayer, Trump, hoy).
Ese fenómeno de ejercicio descarnado del poder sin controles se da a todos los niveles. Ahí está también la más reciente laboral –que no es otra cosa que la continuación de la iniciada en su momento por Zapatero-, eliminando limitaciones a las decisiones unilaterales de la empresa, tanto a nivel interno –recortando el poder de los organismos unitarios y del sindicato y cercenando la negociación colectiva-, como externo –limitando el papel componedor de jueces y tribunales-.
Hasta ahora las izquierdas han venido reclamando el cumplimiento del pacto social, exigiendo una redistribución más igualitaria de las rendas. Pero creo que ésa es una premisa del silogismo, no la conclusión. Esta no reside ahí, sino en el ejercicio del poder y su control. Por eso debo confesar que a mí, personalmente, el precio del despido me parece un elemento anecdótico. Es cierto que con el abaratamiento se produce una reversión de rentas. Pero lo importante no es eso, sino el incremento del poder empresarial en un sistema tan contractual tan descompensado como el laboral.
La alternativa de los que, en el mundo de las relaciones laborales, creemos en los valores democráticos y no en los oligárquicos debería ser otra a la mera derogación de la reforma laboral o el incremento de las indemnizaciones extintivas; debería pasar por algo más radical: el replanteamiento de los mecanismos de poder en la empresa. Esto es: democratizarla. Y si el legislador no quiere –o no puede: ahí están los “mercados”- los sindicatos tienen una arma esencial para empezar desde abajo: la negociación colectiva. Quizás el “quid pro quo” en la negociación colectiva ya no se sitúa tanto en el aspecto de rentas (salario y jornada), sino en la negociación de la nueva realidad en clave de civilidad.
Por tanto, un modelo más democrático de relaciones laborales que revierta el excesivo poder empresarial en la disponibilidad de las obligaciones contractuales. A bote pronto les propongo algunas ideas.
Así, es evidente que el fenómeno que hoy llamamos “flexibilidad” tiene varias vertientes. Ahí está la denominada “flexibilidad contractual” que en España –y no tanto, en otros países septentrionales de Europa- es unidireccional: sólo la puede ejercer el empresario. No estaría de más empezar a diseñar mecanismos bidireccionales; por tanto que los trabajadores –dentro de los evidentes límites dela prestación laboral y sin afectar a la organización el trabajo- puedan disponer de mecanismos de disponibilidad del tiempo de trabajo por razones personales (distribución irregular de la jornada, ausencias, flexibilidad de horarios, etc.) De esta forma el “tiempo de trabajo” (no estoy hablando sólo de “jornada” u “horario”) debería convertirse en un elemento central en la negociación colectiva (en tanto que ha mutado el paradigma tradicional de interés colectivo). Pero no sólo eso: la flexibilidad bidireccional debería ser propugnada también respecto a la movilidad funcional y la movilidad geográfica, si es posible. O en una mejor regulación de las modificaciones sustanciales del contrato, estableciendo la posibilidad de novaciones temporales y el derecho de reversión en el caso de que las causas originales desaparezcan.
Pero la “flexibilidad” tiene, como he dichos otras vertientes. Así, las formas de organización de la empresa. Una propuesta alternativa pasaría por establecer los mecanismos de responsabilidad subsidiaria de los grupos de empresa, si no son patológicos (supuestos en los que la responsabilidad debería ser, como ahora, solidaria). Junto a ello: definición legal de la noción de grupo de empresa.
Otra vertiente de la “flexibilidad”: los modos de articular la producción. Esto comporta un marco normativo heterónomo en relación a la externalización. Por tanto –y en relación a las previas reflexiones que se publicaron en este mismo blog hace pocos meses-: responsabilidad solidaria cuando se trate de actividades auxiliares y responsabilidad solidaria de la principal en el resto de supuesto, regulación del régimen jurídico de las empresas multiservicios (con aplicación del convenio de la actividad desarrollada por el trabajador) y de las cooperativas de supuestos autónomos interdiciendo la sustitución del trabajo asalariado, limitación de actividades que se pueden externalizar por motivos de sinistrabilidad, competencias de negociación colectiva y de representación conjuntos, capacidad judicial de valorar los supuestos de externalización y sus efectos, limitación de los despidos productivos por dicha causa, régimen jurídico de las empresas que se dedican exclusivamente a prestar servicios para terceros, etc.
Y, finalmente, habría que regular la “flexibilidad en los instrumentos de producción”; por tanto, el uso de las nuevas tecnologías y sus efectos en el contrato de trabajo con establecimiento de mecanismos menos permisivos que los actuales sobre el control empresarial y su disponibilidad en el área de la privacidad del trabajador. No deja de ser llamativo que tanto el TC como el TS –y últimamente, el TEDH- reconozcan en forma incondicionada la limitación de uso extraproductivadel ordenador por los empleadores, en tanto que “el-ordenador-es-propiedad-del-empresario”. Ello es cierto, pero un ordenador conectado a la red es también otra cosa: un instrumento digital de comunicación del trabajador. Y cabrá recordar que el derecho a la comunicación está reconocido en nuestra Constitución. ¿Por qué se puede impedir el acceso a una red social a una persona asalariada a través de los medios informáticos de la empresa –no, los personales- si su uso no afecta a la productividad, no es abusivo y no entraña riesgos materiales o inmateriales al empleador?
La Ley –desde la reforma laboral de 1994- se ha limitado a incrementar la “flexibilidad contractual” del empresario, pero apenas nada ha dicho –salvo el genérico redactado del artículo 34.8 ET- en relación a su ejercicio por parte de los trabajadores. Y lo que es más significativo: el legislador ha mirado hacia otra parte en relación a la “flexibilidad en la organización de la empresa”. Mientras que en otras disciplinas jurídicas existen responsabilidades subsidiarias o solidarias de todos los componentes de los grupos de empresa (por ejemplo, en materia fiscal) no ocurre los mismo en el ámbito del Derecho del Trabajo, dónde los tribunales hemos tenido que suplir la anomia heterónoma acudiendo a figuras no diseñadas para dicho fines. Y también se ha mirado hacia otra parte en relación a la “flexibilidad de la producción”: la externalización no se ha regulado, salvo en el marco de una figura añeja –la subcontratación del art. 42 ET- no pensada para ese nuevo fenómeno. Ítem más: pese a la existencia de múltiples resoluciones europeas, el uso del ordenador en el trabajo y las capacidades de control del empresario tampoco han sido objeto de ningún tipo de regulación específica en el marco del contrato laboral.
Y lo que es más preocupante: la negociación colectiva tampoco ha venido en general a cubrir esas carencias. Por poner un ejemplo: el uso de las nuevas tecnologías en el trabajo apenas tiene desarrollo en nuestros convenios (según el Anuario de Estadísticas Laboral del MEYSS sólo el 3, 24 por ciento de los convenios registrados en los años 2013 y 2014 regulan la implantación de las TIC). Y si acudimos a los grandes pactos interconfederales, incluyendo el AENC último, podremos observar cómo apenas se contienen en ellos meras declaraciones genéricas y sin contenidos (aunque aquí debe hacerse una mención positiva al Acuerdo Interprofesional de Cataluña 2011-2014, que intentó desarrollar algunos contenidos). De esta forma, los convenios apenas contemplan derechos y garantías sobre el uso de las nuevas tecnologías por los trabajadores y los sindicatos (con la única excepción de esa “rara avis” que es el Convenio General de la Industria Química). Es más: son relativamente numerosos los convenios que prevén que el uso extraproductivo del ordenador laboral es una falta (grave o muy grave), sin ningún tipo de precisión (lo que ha dado lugar a sentencias del TS y del TC indicando que si una norma colectiva contiene una prohibición al respecto, el empleador pueda acceder sin límites a los contenidos de privacidad del trabajador). Repito: ¿dónde está el ilícito laboral en esos supuestos si no existe una afectación negativa para el empresario?
Podríamos seguir en el terreno propositivo en aspectos como poner fin a la “cultura de la temporalidad”, los derechos de las personas asalariadas por razón de su condición familiar, las políticas antidiscriminatorias por razón de sexo, nacionalidad, religión, discapacidad, etc.; o el nuevo y necesario marco regulador del despido; o los nuevos poderes de los representantes en la empresa, o la necesidad de un nuevo modelo de negociación colectiva o de control interno y externo de qué y cómo se produce (la “empresa verde”). A lo que cabría añadir las necesarias reflexiones sobre un nuevo sistema de previsión social –más racional, integrado y universal- o el proceso social. No voy a cansar el posible lector con una retahíla de propuestas. Me limito ahora a plasmar que quizás el problema central no está en la distribución de rendas –que también- sino en el poder y el control del poder.
Repito por enésima vez: el problema central de nuestro modelo es el ejercicio del poder y sus límites. Pero ello comporta inevitablemente un nuevo discurso de la izquierda, que mire hacia abajo y no hacia arriba. Que gane consenso social y genere ilusión de transformación del panorama desolador actual. Que sepa hilvanar propuestas de auténtica transformación y no de simple gestión del estatus quo, al arbitrio de los “mercados”. Si el candidato Sánchez piensa que llegando al Gobierno –no, al poder- con propuesta como ese contrato único va a cambiar las cosas se equivoca estrepitosamente. Ciertamente, algo va a cambiar: “hará mucho frío allí fuera” parta todos. Incluyéndole a él, a los trabajadores y a la propia civilidad democrática.